Acepta que Dios existe, que se interesa por los
hombres, que vino al mundo para salvarnos, que juzgará a
cada uno por sus obras, que ofrece la misericordia sin
imponerla.
Por eso intenta que su vida esté de acuerdo con
su creencia. No le resulta fácil, pues también el creyente
sucumbe ante el pecado, sobre todo en ambientes donde se
actúa como si Dios no existiese.
El creyente verdadero no mira
con indiferencia a quienes no creen en Dios. La existencia
de ateos teóricos o prácticos, o de agnósticos que afirman
no ser capaces de conocer nada sobre Dios, interpela y
estimula al creyente: ¿qué puede hacer para que otros conozcan
lo que él conoce?
Un dinamismo básico de las creencias humanas
consiste precisamente en desear condividir lo que uno acepta como
bueno y como verdadero a quienes viven cerca o lejos.
Es algo que vale para muchos ámbitos, incluso los más
cotidianos.
Pensemos, por ejemplo, en una persona que sufre de alergias
y llega a conocer los buenos resultados de un producto
natural o de una medicina recién descubierta para paliar los
efectos del polen. Si encuentra a alguien con una situación
parecida y sin tratamiento, deseará casi espontáneamente darle el dato:
existe un producto que a mí me ha ayudado y
que puede ayudarte también a ti.
El ejemplo, desde luego, tiene
sus puntos débiles, pues no toda medicina funciona de la
misma manera en distintas personas. En cierto modo, también la
creencia en Dios puede producir efectos diferentes en personas distintas.
Pero cuando hablamos de ideas y de convicciones no estamos
simplemente en el ámbito de las reacciones químicas, sino que
tocamos algo muy propio de todo ser humano: su condición
inteligente y su apertura al amor.
Por eso, el creyente que
vive con una actitud generosa y solidaria no puede no
buscar caminos, en el respeto debido a cada uno, para
que su fe sea asequible a otros. Es parte del
dinamismo humano que nos lleva a compartir las propias riquezas.
A
pesar de lo dicho, encontramos a muchas personas que se
declaran católicas pero que tienen miedo de compartir su fe.
Quizá porque temen ser rechazadas, o porque suponen, erróneamente, que
todo vale más o menos lo mismo. Pero si existe
fe verdadera, es imposible no querer comunicarla: los bienes no
son algo exclusivo ni se guardan en un armario, sino
que tienen que ser asequibles a todos.
En las mil encrucijadas
de la vida, encontraremos personas que viven lejos de Dios.
Tenderles una mano amiga, estar disponibles a un diálogo respetuoso
y cordial, hará posible que se disuelvan barreras e incomprensiones
a veces basadas en errores de perspectivas, y que se
tiendan puentes en un sano intercambio de convicciones.
El resultado no
siempre será el que uno espera, pues en el acto
de fe se dan muchos aspectos que van más allá
de la capacidad comunicativa, sobre todo porque supone la acción
de Dios en cada corazón y la respuesta libre de
las personas. Pero adoptar una actitud amiga hacia el ateo,
que nace del mismo ejemplo de Cristo ante los hombres
y mujeres que encontró a lo largo de su vida
pública y en tantos otros modos en estos 2000 años
de cristianismo, mostrará que nuestra fe es algo vivo y
luminoso, y que nuestras almas están llenas de un deseo
enamorado de compartir el tesoro que hemos recibido de un
Dios bueno
Fuente: Catholic.net
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